Mi hija Ángela tenía dos años
recién cumplidos cuando le diagnosticaron hipermetropía y le prescribieron unas
gafas. En ese momento, Fernando, mi pareja, me propuso escribirle un cuento en
el que hubiera una superheroína que llevara gafas, pues habitualmente las gafas
son más bien signo de debilidad y suelen ir asociadas a los personajes más
débiles o menos afortunados de los relatos. Pero a pesar de que la idea me
pareció magnífica, a mí me salió otra cosa bien distinta: una historia en la
que Ángela, gracias a sus gafas mágicas, puede ver lo mejor de todos los que le
rodean. La noche que se me ocurrió casi no dormí de la emoción (soy de
emocionarme fácilmente eso también os lo digo).
Tardaron como una semana en tener
las gafas en la óptica y cuando fuimos a recogerlas, un viernes, Ángela no
quiso ni probárselas. El óptico me decía: “Tranquila, en cuanto se las ponga y
note que ve mejor, no se las querrá quitar”. ¡Pero es que no se daba ni la
oportunidad de ponérselas! Pasé el fin de semana haciendo todo lo posible para
convencerla: les puse gafas a sus muñecos, pinté un retrato suyo con gafas,
incluso me compré unas gafas para mí del mismo color sin cristales. No hubo
manera.
En
la historia real lo mágico no fueron las gafas, sino Lourdes, su profe en la
escuela infantil Elisa Tomás Yusti, que consiguió en una mañana lo que yo no
había conseguido en tres días. Cuando el lunes fui a recoger a Ángela a la
escuela, salió tan feliz con sus gafas puestas. Se me saltaron las lágrimas al
verla. Puede parecer una tontería, al fin y al cabo sólo había sido un fin de
semana, era muy pequeña y como todos los cambios siempre requieren un tiempo.
Pero en aquel momento yo no era capaz de imaginar una solución posible y me
pareció increíble que se hubiese resuelto tan fácilmente en una sola mañana.
Ahora, un año después, Ángela lleva las gafas con absoluta normalidad y no se
las quita nunca.
Para poder escribir el cuento le
pedí a Lourdes que me hiciera una lista con lo mejor de cada niño de la clase
de Ángela, la clase de “los pollitos”, pues la idea inicial era hacer el cuento
solo para ellos e ir a contárselo una mañana a la escuela. Recuerdo que me dio
las gracias por “obligarla” a hacer ese ejercicio, pues había estado comentando
con una compañera que habitualmente al hablar de su alumnado tendían más a
destacar lo trastos que eran que las cosas buenas que hacían. Y así es. Yo
también soy profesora y es cierto que, con demasiada frecuencia, se tiende a
poner el punto de vista en lo negativo, más que a valorar lo positivo. Y
desgraciadamente el profesorado no es el único con este vicio. En general,
siempre hay excepciones, pasamos los días riñendo a nuestros retoños por todo
lo que hacen mal o por todo lo que dejan de hacer. Criticamos a los abuelos y
las abuelas por consentir a los nietos. Nos molestamos con nuestras parejas o
nuestras amistades porque no hacen las cosas como esperamos que las hagan. Y
así… continuamente.
Pero
como adultos aún estamos a tiempo de mostrarles a esos pequeños a los que va
dirigido este cuento que nosotros también nos podemos poner unas gafas como las
de Ángela y aprender con ellas a fijarnos más en las virtudes y menos en los
defectos. Más en las buenas acciones y menos en los errores. A ser más
compasivos con los demás. Más empáticos. Incluso con nosotros mismos, que
también nos equivocamos y no somos perfectos ni como padres, ni como hijos, ni
como parejas, ni como amigos, pero no por ello debemos flagelarnos y sentirnos
culpables, si no tratar de aprender y hacerlo cada vez un poco mejor.
Y no solo se trata de prestar atención a lo
mejor de cada persona, si no también a verbalizarlo, a decirles a nuestros
hijos con frecuencia todas aquellas cualidades maravillosas que tienen, todas
las veces que se portan bien y lo orgullosos que nos sentimos. A ser
agradecidos con los abuelos por toda la ayuda que nos prestan. A decirles a
nuestras parejas y a nuestras amistades lo bien que hacen las muchísimas cosas
que hacen bien. A ser afables con los
colegas de trabajo, con los vecinos y con los extraños con los que nos
encontramos en el autobús. En definitiva, a dar ejemplo a nuestros hijos y
nuestras hijas, puesto que como sabemos
aprenden por imitación. De tal manera que si queremos que nuestras pequeñas y
nuestros pequeños se quejen menos y sean más felices, y lo que es más
importante aún: que en el futuro sean personas más amables y conviertan el
mundo en un lugar mejor, debemos comenzar a ser nosotros los que nos comportemos
así, los que desde ya construyamos un presente más agradable.
Por
eso cuando alguien me dice: “qué buena idea este librito para los niños y las
niñas a los que les ponen gafas”, yo siempre digo, aunque pueda sonar
pretencioso, que no es sólo un cuento para favorecer su adaptación a llevar
gafas por primera vez, si no que el cuento va dirigido a todos las niñas y los
niños, pero especialmente a las personas adultas que se lo leen, porque somos
los primeros que tenemos que aprender a ver todo lo mejor.
Si
queréis ver y escuchar el cuento podéis hacerlo en este enlace, donde la
maravillosa Amaia DC le ha puesto voz en su canal Cuentos en la Nube:
¡Espero que os guste!
Autora:
Beatriz Vicente Hernández, nació
en Zamora en 1975, allí vivió y cursó sus estudios hasta los 18 años, cuando se
trasladó a Vigo (Pontevedra) para estudiar la licenciatura en Ciencias del Mar.
Al acabar la carrera, vivió un año en Valladolid donde realizó el C.A.P.
Preparó oposiciones a Educación Secundaria y desde el 2001 es profesora en
Alicante de Asesoría y Procesos de Imagen Personal en el I.E.S. El Pla, donde
imparte los módulos de Diseño Gráfico Aplicado para Caracterización y
Maquillaje profesional, Estilismo en Vestuario y Complementos, Usos Sociales y
Habilidades en Comunicación para Asesoría de Imagen Personal y Corporativa.
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