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miércoles, 29 de mayo de 2019

DESCIFRA EL ENIGMA



BIOGRAFIA

Lorena Orobiogoikoetxea Harman, mamá de Arei. De madre inglesa y padre vasco, amante de la poesía y literatura contemporánea. Auxiliar de geriatría y gerontología, la cual pudo ejercer brevemente, debido a la dedicación necesaria para la crianza de su hijo, 24 horas los 7 días de la semana, enfrentándose a este reto llamado autismo.
Arei nació en el hospital de Villajoyosa (Alicante), donde reside con sus progenitores y asiste a educación infantil. 
28 de mayo de 2019


DESCIFRA EL ENIGMA



Arei nació un 24 de diciembre, siendo un niño muy deseado y querido desde el primer momento. Siempre supe que sería especial, supongo que como cualquier madre o padre.  Lo que no sabía, de qué forma lo sería.



No sabía que ese día, también nacía en nosotros una fuerza, la cual nunca sospechamos que tendríamos. La maternidad y paternidad no es fácil, siempre será una lucha, pero no sabíamos la magnitud de esa lucha, hasta ya inversos en ella.

Tuve un embarazo y parto bueno, sin complicación alguna (quitando las típicas nauseas que muchas mamás hemos podido experimentar durante el embarazo y una ligera anemia).

Nuestro hijo tuvo un desarrollo normal, incluso adelantado para su edad. Recuerdo las visitas al personal sanitario, eran todas favorables era un niño muy vivo, despierto, y risueño, a pesar de su semblante serio.

En seguida cogió fuerza y se sentó, gateaba, jugaba, sonreía, y podría decir que había una atención compartida, por así llamarlo.

Recuerdo que le decía: ¿Estas malito? Y él, con una gracia picaresca, tosía fingiéndolo estar, imitaba pedorretas y podíamos pasar un día riéndonos mientras las hacíamos. Siempre su punto débil fueron las cosquillas.

Arei fue un niño muy movido eso implicaba a que no descansara ni durmiera nada y si lo hacía, no era lo suficiente ¿Pero que bebé no da noches de jaleo y desvelo?

Era muy llorón, la verdad, incluso era un llanto desesperante y a veces insaciable e incansable. Nada que otras madres y padres no nos advirtieran.

Llegó a decir algunas palabras como papá, tete, agua, oye, tú...
Comía como si no hubiera un mañana, platos rebosantes de puchero, verduras… le encantaban por ejemplo, los aguacates. Era un niño que daba gusto ver comer, de esos que cualquier persona desearía tener como nieto, en toda regla.

Siempre mostró una cierta irascibilidad a la hora de, cortar sus uñas o cabello, cambiar de ropa/calzado o incluso de pañal .Sentíamos que nos podían homologar una titulación en adiestradores de caimanes, del esfuerzo que suponía. Pero nada que viéramos fuera de lo normal, o al menos, eso nos decían…


Seguidamente Arei se levantó, ando y corrió, con 11 meses.



Parecía que cada día me convertía en menos indispensable para él. Al poco tiempo de cumplir su primer año, su sueño seguía siendo inestable e intermitente, a la vez que el niño saltaba constantemente e incansablemente.

Trepaba, giraba sobre sí mismo sin llegar a marearse, andaba de puntillas, chocaba contra nosotros acompañado de una risa nerviosa y muchas veces reía solo.

En ese momento no sabíamos el por qué, pero sí sabíamos que era una carcajada muy contagiosa y la mayoría de nuestros recuerdos era riéndonos.

Dejó de decir las palabras que decía, para pasar a emitir ruidos repetitivos, redoblaba silabas sin ningún sentido. Y gritos, ya fuese para manifestar enfado o mismamente alegría, la mayoría eran gritos desoladores.

Y de comer tan bien como lo hacía, la hora de la comida pasó a ser una gran pesadilla, en la que rechazaba todo, sintiéndose incluso angustiado y llegando a apartarme de su lado. Esto era algo que en su día, nosotros asociábamos con el calor, la salida de los dientes, etc.…

No era capaz de comunicarse, pero tampoco parecía comprenderme. No atendía a ordenes básicas o contestaba a mis preguntas, en resumen parecía no hacerme caso. Empezó a golpear su cabeza o rodillas contra superficies duras (paredes, el respaldo de su carro, el mismo suelo.) E incluso buscaba mis huesos para poder golpearse contra ellos y lograr esa intensidad, para él necesaria y la que no parecía dolerle. Nos dolía más a nosotros emocionalmente que a él físicamente.

La sensación en su rostro mientras se golpeaba, parecía placentera. Pero no era una búsqueda de interacción social, era una forma de saciar ciertos estímulos. Ya que en cambio por cualquier contacto físico mostraba desagrado, llegando a tener reacciones desproporcionadas, como si le causaran daño.
Las exploraciones del personal sanitario siempre fueron un caos, debido supongo a lo anterior mencionado. Empezó un frenesí que yo llamaba “rabietas” que podían durar noches enteras, incluso a veces, días…

Sus cambios de humor era otra de las cosas que también observamos. Cuándo empezó a andar, recuerdo sus tardes de parque en las que podría pasar el día llamándole por su nombre, sin contestarme tan solo una vez o simplemente girase su cabeza, pero si pasaba una moto corría despavorido. Como si le asustaran los ruidos altos.

Se pasaba el rato buscando piedras y limpiando las escaleras que los otros niños manchaban según pasaban al tobogán. Corría sin mirar atrás y no parecía tener ninguna noción sobre el peligro.

Era un hábil y habitual escapista, no se le resistía ningún paso de cebra, carretera… Buscaba zonas altas donde poder hacer el salto del ángel y ahí, más me valía de correr… porque era y es, rapidísimo.
Se negaba a ir de mi mano. Y muchas veces era incapaz de salir de su carro, solamente lo hacía en sitios donde hubiéramos estado antes o se sintiera cómodo, o incluso atraído por algo del entorno.

Me llamaba la atención este hecho, su desinterés por sus iguales.




También que su contacto visual fuese esquivo y durara apenas 5 segundos, cuando luego podía permanecer absorto mirando algún objeto .Era muy evasivo a la hora de tener algún tipo de contacto social, además, parecía no gustarle en absoluto los besos o abrazos. Veía como no desarrollaba las habilidades sociales propias de su edad, igual que la comunicación… Si se fijaba en algún niño o niña era porque tenía algún objeto que había captado su atención.

Igual que en el parque, en casa todo debía tener un respectivo orden, pareciéndome curioso, que siendo tan pequeño, le diera tanta importancia a tener todo ordenado y eso conllevaba a una rigidez extrema.

Desde un cojín mal posicionado, una funda de sofá o un cuadro torcido, hechos que para un niño pequeño, era algo extraño. Otro ejemplo era, cuando dejábamos apoyados nuestros abrigos en algún sitio que no era el suyo, el rápidamente nos lo daba para que lo guardáramos en su lugar.

No había forma de que se viera sucio o mojado, era algo que también le irritaba bastante. Siempre lo describimos como un niño, hasta hoy, meticuloso.

Empezó a tirar de mi mano, para conseguir todo aquello que no estaba a su alcance, me sentía un extensor de aquello que no lograba obtener por sí mismo. No era capaz de señalar o decirme sí o no. No tenía intención comunicativa verbal.

Tampoco poseía un lenguaje no verbal (es decir, corporal), algo que tampoco ayudaba a la hora de entendernos, pero sí hacía que su frustración fuese mayor.

Cuando no llegábamos a saber a qué se refería, empezaban nuevamente esas “rabietas interminables”.
Siempre quería que permaneciese en la misma habitación de la casa con él, pero no que participara en lo que hacía él. Como si quisiera que mi figura estuviera presente, pero sin ninguna finalidad…

Prefería estar absorto en sus rituales como abrir y cerrar cajas, saltar, correr de un lado a otro, trepar todo lo que estaba a su alcance, lanzar sus juguetes a los que no les daba un uso funcional…

No desarrollaba el juego imaginativo ni simbólico, además, según crecía, disminuía esa atención compartida, parecía sentirse invadido al tocar sus cosas e incluso tenía un perímetro personal.




Por la calle parecía memorizar todos los caminos recorridos hasta entonces y era como una especie de patrón de calles.

Si no íbamos por el camino que él quería, nuevamente teníamos aquellos “berrinches”.
Como madre, había varios factores que me alarmaban, que me decían que algo estaba pasando y se me escapaba, así como su hiperactividad insaciable, me parecía que había ligada una ansiedad. Era incapaz de permanecer sentado un segundo.

En una de las citas a la pediatra, según transcurría su primer año, le comenté estos aspectos mencionados con anterioridad, y que tanto me preocupaban, pero no le daban la importancia que yo consideraba, como la mayoría de nuestro entorno. Todas las personas que conocíamos lo normalizaban y asociaban a que no era más que un niño inquieto, que necesitaba reconducir la conducta.

Pero mi instinto me seguía mandando esas señales de alerta.
¿Cuántas veces grité mis dudas? ¿Cuestioné su desarrollo? ¿Cuántas noches sin dormir, dándole vueltas a todas sus conductas?

Y recuerdo con que naturalidad restaban importancia a nuestros miedos, y junto a ello sentíamos que nos daban la espalda, sobre todo a nuestro hijo.

Con respuestas tan típicas como: Ya hablará, el hijo de mi prima también lo hizo…, ó todos los niños son de mal comer, deja que pase hambre… Ya crecerá y se le pasará…, ya dormirá, que no será para tanto, cada niño lleva su ritmo…

Para luego, estas mismas personas decirnos: ¡PUES NO TIENE CARA DE ELLO! ¡NO SE LE NOTA NADA! Refiriéndose a su condición.

Disminuir un problema que existe solamente te evade de la realidad y luego, la caída duele por doble.
En una visita, rondando los 13 meses, a su pediatra, fue por primera vez testigo de los golpes que se procesaba mi hijo. Entre gritos de desesperación, por otra de sus exploraciones, oía murmullos entre pediatra y enfermero. Miradas que no me dieron buena espina.

Al momento, su pediatra sacó un cuestionario que se hizo eterno. ¿Su hijo la imita? ¿Tiene contacto visual? ¿Responde a su nombre?

Pensé que dicho cuestionario era parte del proceso de esa revisión, pero no. Seguidamente escribió un volante en el que ponía: sospecha TEA, y en seguida se nos informó que se derivaba a neuropediatría, a USMI  y a Atención temprana. En esos momentos, esas palabras me angustiaban, empecé a desconectar, todo aquello me sonaba a otro idioma.

Salí de allí incrédula pero derecha a dejar el volante en la dirección que me dieron.
Esperamos ansiosos las llamadas de los especialistas, mientras me consolaba repitiéndome una y otra vez, que los médicos a veces se equivocan y ésta, era esa vez.

Según pasaban esos días de espera, me obsesioné con las preguntas del aquel test que nos pasaron, según rondaban en mi cabeza mirábamos a nuestro hijo y muchas de ellas nos las confirmaba él mismo con alguno de sus comportamientos.

Había cosas que ni había imaginado que podrían ser características de este diagnóstico… Cada día me convencía más de ello, pero antes que el autismo, existe el mito que lo rodea, y reconozco que yo, fui la primera que tenía esa idea preconcebida de aquel niño aislado meciéndose.

Llegó la cita con el neurólogo y nosotros repletos de preguntas, pero él parecía tener muchas más para nosotros, siendo éstas las que sirvieron para confirmar aún más nuestra sospecha. ¿Pero mi hijo tiene TEA? recuerdo que le pregunté, pero sin respuesta por su parte, siendo algo que acabamos sabiendo por nosotros mismos. Empezaron las pruebas partidas por el protocolo, cosa que agradezco. Nos descartaron comorbilidad, pero seguía sintiéndome confusa, desamparada y sola…

Para nuestro hijo fue una experiencia terrible, y nosotros no sabíamos cómo abarcar todo esto que se nos venía encima, de golpe, era algo que nos superaba.

Queríamos y deseábamos entender a nuestro hijo y que mejor sabiendo con exactitud que le ocurría. Necesitábamos comprender.

Empezamos a informarnos, leer, estudiar, indagar en profesionales que pudieran guiarnos para saber a qué nos enfrentábamos.

No teníamos tiempo de compadecernos, ni preocuparnos, sino de ocuparnos. Porque lo importante no era lo que sentía yo como madre, o mi pareja como padre, sino lo que de verdad importaba era mi hijo. Y nos pusimos a ello. Al tiempo recibimos la llamada de atención temprana, profesionales que nos dieron las pautas necesarias para abarcar esta aventura. Estrategias para abordar los retos del día, adaptar nuestro entorno a sus necesidades. Que pudiera conectar con el entorno, personas, objetos…

Y fue allí, donde nos dieron el diagnóstico, y he de decir, que fue el empujón para tomar la iniciativa en estimular a nuestro hijo, con unas terapias individualizadas y personalizadas, basadas en su perfil.

Ahora puedo decir que la clave es crear una base en casa, y así todos los esfuerzos acabarán sabiendo a logros. Y por supuesto, algo imprescindible, una intervención precoz. Es lo que hará que a cualquier niña o niño cambie su futuro, pues diagnóstico no es pronóstico. También debemos de comprender que están marcados por la híper/hipo sensibilidad y no por la indiferencia.

Los niños y niñas con autismo no viven en su mundo, sino que perciben lo que les rodea de una forma más rápida e intensa, que conlleva a esa sobrecarga, necesitando sus propios tiempos y espacios.         
                         
Que la ignorancia no es bonita, si no dañina. Estamos tan acostumbrados a lo común que cuando algo se sale de lo normal nos asusta.

Y de eso trata la vida de poder aprender a verla desde distintas perspectivas.

Agradezco que antes de creer en nadie creímos y creamos en nosotros mismos.



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